jueves, 20 de noviembre de 2008

Redescubrir

Lo que son las noches en vela… Hablaba hace un rato con una amiga sobre la comunicación humana, no en tono trascendental sino sobre la comunicación de andar por casa, lo normal del día a día y lo difícil que parece entendernos y las diferentes interpretaciones que pueden darse sobre un mismo hecho, sobre el tono de una expresión verbal, por ejemplo. Y es que a veces, los motivos de los desencuentros residen en grandes chorradas o en importantísimos detalles minúsculos que no hemos interceptado.
Hoy he podido disfrutar de un paseo por mi barrio, a una hora en la que no suelo estar por aquí, una mañana de un día laborable. Fui a paso de jubilada, tampoco podía ir a mucha más velocidad, mientras redescubría diferentes escondrijos a una hora desconocida para mi. He visitado por primera vez en mucho tiempo la biblioteca municipal, junto al bulevar. Miré las películas, me cogí dos, La educación de las hadas y Rompiendo las olas (ya os contaré, no os libráis seguro); revisé los libros, me llevé tres, dos de poesía, para intentar relajar la mente (de la generación del 27 y de Benedetti) y, el último, ha sido una curiosidad, “La tienda de los suicidas”. Es que estoy practicando el humor negro, que últimamente se me está dando bien y pensé que ésta podía ser otra buena oportunidad. Trata de una familia que regenta una tienda donde se venden todo tipo de artículos para quitarse la vida. La familia, como no podía ser de otra manera, es un poco tétrica hasta que tienen un niño encantador y simpático, muy alegre, con el que ver peligrar la continuidad del negocio. Me lo llevé entusiasmada, hacía varios meses que no me ilusionaba tanto un libro.
También pensé en qué hacer el resto del día, si leer noticias de periódicos, archivar papeles o ponerme a estudiar, un desastre cualquier intento de concentración. Y mientras estaba intentando ordenar mi debacle mental, recordé lo contento que se puso un chico inmigrante, un poco tiradillo, de los que deambulan por el bulevar, emocionarse igual que yo pero porque la biblioteca ¡no cerraba a medio día, tiene horario continuo! Exclamó con regocijo un ¡qué bien, entonces me puedo coger una película ahora para verla y devolverla más tarde! Le miré con una sonrisa, me devolvió una expresión parecida a la mía con el libro elegido entre las manos.
¡Coño! Qué instantes disfrutados por cada uno con su pequeño redescubrimiento. Y me gustó la sensación de cotidianeidad rara, la idea de la lectura y volver a casa con mi tesoro, eso sí, con el mismo paso lento con el que salí.

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