viernes, 24 de julio de 2009

Un día en las carreras


-¡Ay! ¡Qué mal sienta madrugar!- le digo a mi amiga Maripuri todas las mañanas, que tiene su mesa de trabajo enfrente de la mía.
Lo único que conseguía consolarme hoy cuando el despertador saltó con su musiquilla estridente dispuesto a arrancarme por la fuerza de los brazos de Morfeo, era fantasear con la siesta con la que me premiaré por la tarde y compensar esas horas indecentes en las que abandonas la cama para ir a levantar el país; la otra idea que me rondaba me inundaba de alegría, ¡síííííí! ¡Es viernes, mañana olvídate del despertador! No sé si estoy enferma, pero me gusta más dormir que a un tonto un lápiz. ¿Será grave, Inspector?
-Fíjate si me gusta dormir, Maripuri, que anoche caí desmayada en la cama y soñé que viajaba a Pocholandia y que ¡el espíritu pochol me poseía!- comenté agitada. -Mira Maripuri,- comencé a narrar (y a partir de ahora puse esa voz gangosa de pijo mártir para dar más veracidad a la historia), -érase que se era que surgió la oportunidad de acudir un día a las carreras de caballos.
-¿Carreras? ¿Caballos? ¿Apuestas? Como que no te pega mucho ni en sueños- dice mi amiga Maripuri.
-El saber no ocupa espacio ni lugar. Tú fuiste al concierto de anoche de Madona y yo no me meto contigo!- contesté muy digna.
El caso es que tenía que pagar una entrada sólo por cruzar el umbral del hipódromo. Qué extraño eso de que la gente pague por entrar en un sitio para apostar, ¿no? Esas cosas deberían ser gratis, es como las Ferias del Parque Juan Carlos I, que encima de que te tienes que tragar toda la publicidad que pulula por la feria a cantidades ingentes, y vas a ser carne de cañón de todas las cosas que te quieren vender en cada mostrador, ¡hay que pagar para entrar y sufrir todo eso! No, el hipódromo no es lo mismo, pero a mí que me revelen el funcionamiento de estas dinámicas sociales inexplicables.
Sigo con lo mío, Maripuri, que me voy por las ramas con una facilidad… Fauna y flora de todo tipo, pero sobre todo pocholos y pocholas, muchos, por todos lados y te miraban para abducirte y evangelizarte, para atraparte y arrancarte los ojos y ponerte otros que echaban ojeadas como los de ellos y ellas, ¡en serio! ¡Qué miedo! Gritaban ¡tía, si te pusieras unas lentillas de colores como las nuestras tendrías la mirada superguay, cool, tía, superdemoda y supercara de marca! Menos mal que me llevé mi capa de “bota rebota que tu culo explota” que me hacía invisible cuando me arropaba y pude escapar cada vez que me ví en peligro (de extinción). Y para qué negarlo, me alegré infinito de haber superado la época adolescente decorosamente.
Los que molaban de verdad eran los que se habían llevado su propio bocata para comérselo durante las carreras, esos bocadillos enormes envueltos en papel de plata que delata el origen casero.
Y yo, que en el fondo llegué al hipódromo por casualidad, por correr detrás del conejito de “Alicia en el País de las maravillas”, me dí una vuelta por ver de qué iba eso, con cierta indiferencia… y acabé entregada al fragor de las carreras (oeeeee, oeee, oé, oeeeeee). No comprendí hasta entonces lo útil que me había sido estudiar análisis del discurso, eso que me gusta a mi tanto. Porque como de caballos, carreras, jinetes y apuestas no entiendo nada, ni falta que me hace, tomé la determinación de que para apostar por un caballo había que seleccionarlo por el nombre. Lo ví claro desde el primer momento. Y aunque no me llevé un colín, porque lo de hacer apuestas en tal sitio me creaba contradicciones de clase que no he podido resolver aún, eso no quitaba que pudiera tener mis favoritos: Limberto (que ganó la primera carrera, ¡me parto y me troncho!) porque el pobre tenía un nombre que me generaba ternura; El Lucero por aquello de la sencillez, de brillar cuando oscurece y de color plateado muy bonito; luego había nombres más peliculeros estilo Kovan, que se me antojó con nombre de replicante; Irreversible, por ejemplo, sonaba pretencioso; luego había unos cuantos gallegos (Ribadeo, Centola…), otros nombres inspirados en el mundo de la política ¡Obama! Y otros con mucho carácter: Madrugar. Otros más humildes, como de andar por casa, estilo Risquillo… Cuántos nombres para definir personalidades…
Coincidí por allí con el Inspector Gadget, que no le había vuelto a ver desde que se acabó la serie de dibujos en la tele. Estaba fastidiado, mirando resignado los caballos con su gadgetocopio, que las apuestas fatal, no daba una. Mmmm, pensé sonriente: - Anda que éste no tiene suerte, desafortunado en el juego…- Pero me temo que él no opinaba lo mismo.
Tras despedirme del afortunado Gadget, saltando de nube en nube regresaba tan contentita hacia Vallecas después de mi aventura pochola, para caer rendida en La casita de chocolate, pero ése ya es otro cuento.

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