martes, 25 de marzo de 2008

Después de pasar por el avión, un tren y un autobús, desembarcamos en Essaoiura, una población pesquera con una playa infinita, sitiada en uno de sus extremos por dunas, y con un atardecer espectacular, como casi todos los crepúsculos de las costas. Tampoco faltaban las calles sitiadas por puestos y tiendas variopintas expuestas para los turistas, el ir y venir continuo de sus habitantes, riads y hostales más humildes en casi todas las esquinas, el movimiento en el mercado de los autóctonos, las propuestas de algunos marroquíes por llevarte a tal sitio a cambio de unas monedas (o billetes, si colaba); el laberinto de puestos de pescado y marisco cerca de la playa, cuyos trabajadores te “invitaban” a cada paso a que el suyo fuera el elegido y el lugar donde dejarías tus euros europeos a cambio de unas raciones.
La gente abierta al trato con el extranjero, pero esperando siempre que en su mano caigan unas monedas.
No sólo me encandiló el paseo largo e interminable de la playa, mientras algunos winsurfistas y otros aficionados a los deportes acuáticos hacían sus piruetas entre las olas. El susurro del Atlántico, revuelto ese día y que se rebelaba una y otra vez contra las rocas. También es el pueblo donde saboreé por vez primera un plato que me conquistaría para el resto de los días: la pastilla o pastela (porque lo he visto escrito de las dos formas), una especie de pastel de hojaldre (parecido a una empanada), de láminas finísimas, donde se iban superponiendo una pasta de frutos secos con azúcar y pollo troceado condimentado. Todo ello coronado por canela y azúcar glass. Más tarde leí que era una comida muy elaborada utilizada especialmente en celebraciones familiares, por lo tanto, un plato reconocido y estimado, ¡no me extraña!

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