martes, 25 de marzo de 2008

I

Mi gusto por las enumeraciones en las descripciones me pierde. Lo primero que me sugiere el recuerdo de estos días de vacaciones es una mezcolanza de olores: a cuero, a pescado, carne muerta, azahar, a zumo de naranja, sudores, a madera tallada, tintes, hedor de orines, a especias que no pongo nombre, a cielo abierto, bálsamo de tigre, a tajines, cuscus, a mar, a humedad… Salir de mi país (perdón, que luego me regañan, “que no se dice este país, que se dice España”) y enfrentarme a otro que no pertenece a la Unión Europea era (y es) algo muy novedoso para mi. Para empezar, el mismo uso del pasaporte, una libretilla que ha estado perdida en la habitación entre montones de papeles, esperando pacientemente ser utilizada. Y en segundo lugar, no había hecho hasta la fecha una cola de extranjería en el aeropuerto, donde inauguraron el bendito documento con un sello. ¡Qué curiosidades burocráticas!
El agobio del tren que nos dejaría en Marrakech fue lo que me marcó el primer día: calor sofocante, personas que te rodeaban por todas partes sin el respeto a tu espacio vital, un vagón no destartalado pero que sí me daba sensación de suciedad; reconozco que es una visión totalmente subjetiva porque pensándolo a posteriori ese vagón era de lo más normal, es decir, de lo más normal de los transportes en los que nos desplazamos por el país.

1 comentario:

Mónica dijo...

¿Otro día nos cuentas acerca de Imlilil?