miércoles, 8 de octubre de 2008

El payaso

Conozco a un hombre que trabaja en un circo. Hace de payaso. Todos los días se pinta su nariz roja, su boca enorme y la cara de blanco. Su tarea en cada actuación es hacer reír a la gente con sus gracias y anécdotas además de entretener con los malabares.
Lo que los demás no saben, es que el payaso llora detrás de la máscara, pero le gusta pintársela día tras día para que nadie sepa cómo se siente.
Un día, se enamoró de la trapecista del circo, una persona arriesgada, que vivía en las alturas, saltando de trapecio en trapecio y caminando por la cuerda floja. Lo hacía con tal expresividad que transmitía auténtica pasión.
El payaso no intercambiaba sílaba, sólo la miraba, pues se sentía muy avergonzado con su disfraz pintado mientras la trapecista llevaba un maquillaje que realzaba aun más sus rasgos.
Ella era invisible, no tenía cuerpo físico, así que no podemos describirla y decir si era guapa o fea, si alta o baja, o si gorda o flaca. Pero al payaso eso no le importaba, la admiraba por sus acrobacias, la deseaba en secreto y soñaba con tener una relación de complicidad.
Lo malo es que la trapecista nunca bajaba de la carpa del circo, nunca había pisado su pista, era imposible intentar cruzarse con ella o chocarse sin querer para iniciar una conversación, ni siquiera coincidir en la máquina del café en un descanso entre ensayo y ensayo.
Así que el payaso se dedicaba sólo a observar, mientras los trapecios se balanceaban sin cesar, y a llorar detrás de la máscara, sintiendo una pequeña frustración pero, sobre todo inconforme con su vida, como que algo le faltaba pero no sabía el qué.
Aun así, con lo incómodo que resultaba secarse las lágrimas con la pintura y retocarse cada cinco minutos, no se quitaba la máscara, no quería que nadie supiera de su desasosiego, de su insondable tristeza, de la cual no sabía cómo librarse. Porque aunque había mucha gente trabajando con él en el circo, se sentía muy solo, porque no compartía con los demás, actitud que le hubiera beneficiado, pero no sabía cómo, no podía, no quería. Y se convirtió en un huraño, incapaz de entregar nada a los demás, de ofrecer nada, ni un compromiso, ni fidelidad, ni estabilidad para otras personas. Bueno, únicamente a sus gatos, que los cuidaba con mucho mimo, como si fueran los hijos que nunca pudo tener.
Tras unos meses, un día de verano, el cuerpo del hombre que hacía de payaso yacía inerte en la playa de un pueblo donde se instaló el circo. Dicen que la playa se creó esa misma semana de todas las lágrimas que vertió, tantas y tantas, que se ahogó. El agua había borrado la pintura de su cara, así que su rostro ya no tenía careta y nadie le pudo reconocer. Allí se quedó el payaso, flotando entre las olas pero libre ya de su desesperanza.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A ver si escribimos cosas más alegres, esta historia es muy triste.

Anónimo dijo...

Pues a mí me ha gustado... ¿quién no ha sido alguna vez ese payaso?
M.