Cuando ella pronunció titubeando esa frase, con tono desvencijado, derrotada, sin esperanza, él le devolvió una mirada incrédula desde el otro lado del pasillo, pero con un cierto asomo de que eso pudiera suceder algún día lejano.
Aunque lo enunciaba triste y prácticamente ausente, se sintió reconfortada en ese pensamiento. Se imaginó sin culpas, sin decepciones, sin miedo a quedarse sola, la sensación de liberación la compensaría de todos los otros males. El desgaste, la desilusión y el dolor podrían desembocar en el hecho consumado que auguró en voz alta.
A pesar de todo, él no la tomó en serio y se marchó dando un portazo tras la última discusión, acostumbrado a encontrarla a su vuelta… como siempre.
Sin embargo, para su sorpresa, sus ojos no volvieron a encontrarse con los de ella jamás y las palabras flotaban a su alrededor, con el eco torturándole en sus oídos: “Cuando te deje de querer, me perderás para siempre”.
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